Descartes y el Emperador: La filosofía política de Descartes

Víctor Samuel Rivera (*)

Un Rey en Cosmópolis
Desde que en 1990 se publicara el célebre Cosmópolis, de Stephen Toulmin
[1], es innegable que hay una relación entre la filosofía de René Descartes que conocemos relativa a la epistemología y el hecho fáctico de la Guerra de los Treinta Años. De hecho, si hubiera que señalar una idea clave central en el pensamiento de Descartes, y que es parte de lo que lo hace padre de la modernidad, es la que define el conocimiento como certeza incontrovertible. La certeza no controvertible como un momento esencial de la racionalidad. En este sentido, esa idea clave se opone al disenso, al desacuerdo, a la discusión, temas cuyo tratamiento en las obras del autor conlleva, dado el contexto de fundamentación de la racionalidad en el que se inserta, como diría Alasdair MacIntyre, una noción rival de qué hay que entender por “racional”. Creo que es difícil negar que esta noción está ligada a una familia de conceptos que hacen puente entre lo que era el interés manifiesto de Descartes, fundamentar la racionalidad del conocimiento, frente a su opuesto, algo que está emparentado con lo que hoy entendemos por “racionalidad práctica”, esto es, la racionalidad que es de la esencia de la ética y la política y que históricamente se relaciona con el aristotelismo y la concepción phronética de la racionalidad propia del mundo clásico. Por lo general, la consecuencia que se extrae de esto es que a Descartes no le interesaba mucho la filosofía práctica, o que, si le interesaba, lo era de modo subordinado a un rol fundacional del saber tecnocientífico como, por lo demás, confiesa él mismo en los conocidos textos de la parte VI de su Discurso del Método (1637) y la introducción a sus Principios de la Filosofía (1644). Toulmin piensa sin embargo, no sin razón, de que la obsesión por la certidumbre incontrovertible está relacionada con el contexto cultural de la inestabilidad política y apunta, por consiguiente, una agenda oculta de la modernidad cuyo objetivo es la armonía social bajo criterios que sean más seguros que los que precipitaron a Europa a una guerra que duró desde 1619 hasta 1648, esto es, el lapso completo de la vida útil del filósofo francés, criterios epistémicos, incontrovertibles, antecedentes sospechosos de la verdad “fuerte” que la posmodernidad denuncia hoy como uno de los momentos más opresivos del mundo moderno. Lo que voy a intentar ahora es hacer notar cómo, a pesar de este elemento innegable e incuestionable, la sugerencia de Toulmin de que algo hay en la búsqueda de certeza en Descartes que se relaciona con la Guerra de los Treinta Años es cierta, aunque no como Toulmin pensaba que habría de interpretarse.

No es nada sorprendente que la idea certeza en Descartes se vincule con la noción de que hay un límite racional para los conflictos, al que se añade una capacidad para disolver los disensos en modos no controvertibles, incluso también en esferas aparentemente no filosóficas, como la política internacional o el descontento civil que le interesan a Toulmin, por ejemplo. De hecho, no es difícil documentar que en la obra de Descartes, desde las Reglas de 1629 hasta los Principios, en 1644, la idea de la racionalidad se presenta como una alternativa general a la práctica del disenso. Y es que al parecer, bajo la óptica del contexto dramático de la Guerra de los Treinta Años, la idea del disenso como práctica institucional es asociada con los orígenes de la violencia política, si es que no se ubica ya descaradamente como su causa. En el célebre Prefacio a los Principios Descartes llega a afirmar que, en este sentido, una de las ventajas manifiestas de su filosofía será que “las verdades” propuestas por ésta, dado que son “muy evidentes y ciertas”, “superarán todo motivo de desacuerdo”, disponiendo al género humano al cultivo de “la dulzura de carácter y la concordia”. “Todo lo contrario -agrega- de lo que ocurre con las controversias de la Escuela, que vuelve a quienes las llevan a cabo más puntillosos y pegados a sus propias opiniones, lo que ha resultado la causa más importante de las herejías y las disensiones que tienen hoy al mundo tan ocupado”
[2]. En este punto no es difícil entender que para Descartes la disensión de la “Escuela”, una versión de la racionalidad que la considera al origen mismo de la violencia política y el desorden civil. En mi opinión, el motivo para sospecha tan severa es la idea de que, en realidad, la noción clásica de que la racionalidad es una práctica comunitaria sobre la base de disensos era para Descartes internamente incoherente[3]. Esta incoherencia se superaría separando el desacuerdo de la racionalidad, cuya concepción sería reemplazada por otra en que la idea misma del desacuerdo le fuese extraña y cuya nota característica fuera la certidumbre, para lo cual se apelaría a criterios incontrovertibles de carácter decisorio[4]. Con este razonamiento el resultado es aparentemente aquella lógica de la modernidad que tiende, casi naturalmente, al “pensamiento único”, a una sospechosa unanimidad epistémica como orden del entramado político. Nunca resulta ocioso insistir, como lo hacen Jean François Lyotard[5] o Gianni Vattimo, en que la idea general de certeza que descansa en el proyecto epistémico moderno involucra alguna noción de verdad que, descolocada de las ciencias naturales, transforma la “verdad” de los pueblos en la cadena de la disensión[6]. Aquí está la modernidad por cuya causa, en el lenguaje de Lyotard, hacemos un duelo luego del fin de los metarrelatos.

En lo que sigue intentaré exponer cómo, tras la utopía tecnocientífica y el ideal, aparentemente republicanista y liberal del progreso del conocimiento en un “pensamiento único”, se esconde una clave política que no desestima el disenso, que ve con simpatía las divergencias, que solicita la compasión en los conflictos sobre la base de una escucha hermenéutica de la tradición y una atención reverente hacia el pasado. En Descartes, en ese mismo Descartes que es famoso por su ambición de crear una ciencia que nos haga amos y señores de la naturaleza, hay esperando olvidado un profeta de la fragilidad y un teólogo de la tradición. Es sobre la base de esta hipótesis, que pretende ser también la anamnesis de una esperanza, que revisaré lo que podríamos llamar su “teología política” con la idea de que, tras el duelo de los metarrelatos y la versión de “verdad” epistémica que éstos inexorablemente ligan con lo político, recuperemos en el reconocimiento del origen la verdad como el dejar la procesión de un Otro, cuya contingencia, inexorable, se manifieste como el acontecer de destino de una tradición. Quien frecuente los textos de Descartes no puede evitar reconocer que, si nos atenemos a la noción de “verdad”, hay una teología típicamente cartesiana que hace que su densidad se encuentre en una relación de dependencia con un Otro, un Otro que la garantiza al tiempo que la sostiene en un sentido ontológico y sin la cual es nada. Creo que este razonamiento puede aplicarse a la filosofía política de tal modo que el lugar del Otro es ocupado por la tradición comunitaria. Intentaré demostrar que hay en Descartes una concepción narrativa de la política y lo político, que tras la certeza de la epistemología descansa el trabajo de un cultor de la humanidad débil que, antes que un programa del fundamento de la tecnociencia para el horizonte de verdad de lo político, ha puesto como pilar de la filosofía práctica una teología de la contingencia, la tradición y el destino.

Emancipando a la Princesa
Es posible los sepultureros republicanos de Descartes se basaran para honrarlo en la conocida homologación narrativa que suele hacer de la historia del republicanismo cosmopolita europeo el despliegue de una epopeya emancipatoria en la no hay mayor distinción entre el desarrollo tecnocientífico y una presunta liberación progresiva de la humanidad. En realidad ésta es la interpretación estandarizada del significado de Descartes respecto de la racionalidad práctica
[7]. De hecho, no faltan razones para una homologación como la anotada, que cuenta con el respaldo de los dos textos que Descartes escribió explícitamente para justificar su filosofía frente a la posteridad. Por un lado, tenemos la utopía tecnopolítica expuesta en la parte sexta del Discurso del Método (1637), así como el breve ensayo justificatorio de la filosofía de Descartes que se éste resume en la carta al abate Picot que sirve de prefacio a los Principios de la Filosofía (1644). Ambos textos constituyen claramente alegatos morales de un proyecto general de “filosofía” cuyo directo oponente es la filosofía de los “antiguos” y la “Escuela”, esto es, del conjunto de toda otra filosofía que no sea la suya propia[8]. En este sentido, se trata del proyecto de modernidad que enfoca sus razones bajo la idea de progreso tecnocientífico, y éste con una perspectiva en la que las excelencias propias del hombre (sus bienes específicos como hombre) dependen del primero para lograr su desarrollo. Hasta aquí es innegable que los textos anotados de Descartes son ampliamente alegatos para algún tipo de utopía política basada en la ciencia. Es manifiesta su relación de semejanza con la Nueva Atlántida de Bacon[9], texto que Descartes afirma alguna vez expresamente haber leído[10].

Está fuera de cuestión que la anterior sería una lectura suficiente de la versión cartesiana de la racionalidad práctica si no fuera porque, por desgracia, no coincide en absoluto con la exposición que ofrece el propio autor tanto de su perspectiva política como de su versión de la moral. Creo que es un hecho digno de nota que las opiniones morales de Descartes no cuadren con una utopía política basada en el poder de la tecnociencia, sino más bien se acerquen, de diversa manera, a la filosofía escéptica del humanismo renacentista de Michel de Montaigne o Pierre Charron, cuyas doctrinas, por lo general, rematan en alguna variante de conservatismo. Lo mismo puede decirse del aprecio que parece sentir Descartes por la filosofía de Séneca, cuyo De Vita Beata quiso utilizar de texto moral guía para la Princesa Isabel de Bohemia y que, como característica resaltante, remite a algún tipo de conformismo político
[11]. Por lo demás, tanto el Discurso del Método como las Principios de 1644 contienen sugerencias inequívocamente opuestas a la reforma de las instituciones sociales. Su relación con los utopistas, innovadores, revolucionarios y demás partidarios de la transformación política se reduce en una sola palabra: condena. El propio Discurso anota al respecto, en la misma sección sexta que sirve para justificar la unión entre tecnociencia y emancipación política que “en lo que se refiere a las costumbres podrían encontrarse tantos reformadores como cabezas si se permitiera a otros que no fueran los que Dios ha puesto por soberanos de sus pueblos que emprendiesen la obra de cambiar nada”[12]. Se trata, sin duda, de una aclaración para librarse de interpretar que lo que iba a considerarse un cambio revolucionario en la concepción de la racionalidad epistémica hubiera de considerarse así en lo que a la racionalidad práctica se refiere.

El asunto se complica más cuando echamos una ojeada a lo que tanto el Discurso como los Principios aluden como la concepción moral oficial del filósofo. Es conocida de sobra la moral “provisional” planteada en la tercera parte del primer texto. El autor la considera “provisional” en relación con el proyecto general de modernidad cuya fundamentación está en la sección siguiente. Es obvio deducir de esto que hay o debería haber un proyecto de moral “definitiva” cuya nota principal fuese el “derivarse” (en el sentido cartesiano) del proyecto fundacional de la racionalidad epistémica, esto es, la que sirve de base para la utopía tecnocientífica
[13]. De hecho, aquí no estamos sino confirmando una sugerencia que hacen los propios Principios[14]. Pero es una mera cuestión histórica que esa moral “definitiva” jamás fue redactada, y lo que más se parece a una moral “deducida” del proyecto de fundamentación epistémica no es otra cosa que el Tratado de las Pasiones, una obra tardía en la que se vincula una explicación mecánica del comportamiento emocional con la idea del mejoramiento de la conducta “virtuosa”. “Escribo en cuanto médico”, agrega entonces Descartes, y no como “moralista”[15]. En realidad, las únicas indicaciones sobre racionalidad práctica con que contamos están constituidas por la “moral provisional”, y es relevante, a este respecto, que en una carta a Isabel redactada en el periodo de este Tratado de las Pasiones, se llegue a afirmar que la “moral provisional” del Discurso basta para lograr la vida virtuosa, que es un medio suficiente para lograr los bienes relativos a las prácticas morales y que, por lo tanto, no hay razón suficiente para excusarse de los preceptos de la moral provisional con la expectativa de conseguir en algún momento otra mejor[16]. ¿Deberemos caer en la perplejidad? ¿Deberemos resignarnos a la inconsecuencia o al recurso de una dudosa astucia?[17] Una de mis principales propuestas en este artículo será, en consecuencia, que hay una dimensión en el orden de los argumentos que permite “derivar” la moral provisional del mismo esquema fundacional de racionalidad epistémica aun sin tomar en consideración el elemento mecanicista del “médico” que escribe el Tratado de las Pasiones.

Creo que es interesante recordar aquí que la moral que sigue a la sección segunda del Discurso, forma parte de un entramado narrativo que es un resumen autobiográfico virtualmente plagado de advertencias contra la eventual asociación entre la necesidad de fundamentar el conocimiento (cual es el tema principal) con el concepto de un cambio violento en las instituciones políticas, lo que ahora llamaríamos una “revolución”. Como voy a precisar estas observaciones en la sección siguiente, me voy a limitar aquí a subrayar un par de motivos de reflexión que se desprenden de la sección tercera, la que presenta la “moral provisional”. En primer lugar, ésta consta de cuatro preceptos, al menos el primero de los cuales concierne directamente a lo que ahora llamaríamos “racionalidad práctica”. El primero es una manifiesta adhesión normativa al conjunto de prácticas
y creencias que constituyen una tradición comunitaria cualquiera. Este precepto revela la idea de que, si hay algún horizonte valorativo que justifica y da significado a las acciones morales, éste no es otro que la sustancia ética de una comunidad de tradición. Esto acarrea una doble consecuencia. De un lado, se reconoce una relatividad manifiesta para la idea de una vida virtuosa, que depende en su sentido de “los más sensatos con quienes tuviera que vivir”, lo que significa que los criterios de racionalidad que hacen digna la existencia humana no son en absoluto criterios universales, lo que implica que ideas como la de “validez”, por ejemplo, deben ser desestimadas en la vida práctica. Ante cualquier pretensión universalista, queda como telón de fondo la idea de pertenencia a una tradición contingente, cuya relatividad se confirma tan sólo atendiendo las costumbres de quienes no son “nosotros”. Anota Descartes como ejemplo a los persas y los chinos
[18]. De otro lado, la exposición de los valores morales y la actividad política como sometida a un conjunto de prácticas y valores sustantivos implica la noción de que la vida moral es frágil, y su racionalidad característicamente débil y falible. “Hubiera creído una falta contra el buen sentido” -dice Descartes- si no se tomaba en cuenta “que en el mundo ninguna cosa permanece siempre en el mismo estado”[19], “y de varias opiniones comúnmente admitidas, hay que quedarse con las más moderadas y cómodas”, y esto con el expediente, claro está, de que lo racional es cambiar de opinión siempre que haya motivos para ello. No es de extrañarse que el precepto siguiente no sea más que una alusión a la phrónesis, aquella virtud clásica que exige llevar a cabo las acciones incluso si éstas no tienen otro fundamento que el que, según el primer precepto, hay que recoger de la tradición[20].

Quienes piensen que este texto de 1637 que acabo de analizar no expresa la concepción “definitiva” de Descartes sobre el asunto, a mi entender, se estrella con los textos. En realidad, inquirido una y otra vez por la Princesa Isabel de Bohemia sobre la cuestión de cómo aplicar su filosofía a la vida práctica, redactará para ella que las observaciones sobre ética y política que están contenidas en el Discurso no han caducado. Por el contrario, sostendrá que su concepción de la racionalidad tal y como está contenida en ese texto es la condición para una percepción adecuada de los bienes humanos, que habrá de remitir a valores comunitarios. Muy a diferencia de lo que podría esperarse, advierte que para las cuestiones relativas a ética y política, el punto de partida no es el Ego cogito, ese yo desencarnado socialmente que denuncian hoy los comunitaristas con Michael Sandel o Charles Taylor en la base del liberalismo político, sino un ser humano real cuya naturaleza sólo le permite acceder a los bienes propiamente morales dentro de un contexto comunitario, como agente eficaz cuyos logros sólo son posibles desde dentro de una tradición fuera de la cual los conceptos morales más primarios, como la amistad, la justicia o el amor, son sencillamente inviables. Y Descartes es especialmente incisivo en este punto a lo largo de la correspondencia con Isabel, destacando una y otra vez que ideas como “conocimiento” o “verdad”, tan caras al discurso epistémico, carecen de sentido aplicadas al ámbito práctico. Isabel, que demuestra en esto una gran astucia, remarca el tema, como si ella misma considerara increíble esa clase de afirmaciones de parte de su interlocutor
[21]. Resulta que el inventor del “Ego” sin comunidad, del yo autotransparente de la modernidad, haya sido capaz de sugerir una moral basada en la fragilidad de nuestro destino comunitario, que está claramente descalificado como fuente posible de racionalidad en las primeras páginas de las Meditaciones Metafísicas (1641). El ambiente se ensombrece si recordamos que son las Meditaciones el texto que dio lugar al intercambio epistolar entre ambos. ¿Qué está pasando aquí?

Considero que hay un error de perspectiva de parte de nosotros. Somos nosotros, consumidores posrevolucionarios de la epopeya de la Revolución, quienes estamos esperando que los criterios que definen la racionalidad epistémica del “fundamento” moderno sean los mismos que caracterizan la descripción de la racionalidad práctica, por lo general, una entidad a la que llamamos “el sujeto”, y cuya función en las desconstrucciones modernas del sentido común es anclar las intuiciones del proyecto de la tecnociencia y la Revolución Francesa en un depósito ontológico de certidumbres inconcusas. Cuando pensamos en “el fundamento” en este sentido asociamos, como lo hacen por ejemplo de hecho Sandel o Taylor cuando se refieren a la lógica política de la modernidad ilustrada, un “yo” metafísico cuya descripción se desprende del proceso de duda metódica tal y como éste está expuesto en la primera de las Meditaciones de 1641 o en la cuarta parte del Discurso
[22]. Este “yo” se caracteriza porque es el residuo del proceso de duda metódica, por medio del cual el proceder de la racionalidad se ha independizado de toda vinculación comunitaria y se ha convertido en una instancia autónoma, en algo parecido a un individuo liberal que habría de encontrar todo principio de moralidad en proporción invertida a sus lazos con la tradición. Pero Descartes tenía observaciones con ese “yo” resultante de la duda metódica en las que no han reparado críticos como Sandel o Taylor. Y en esto Descartes es tajante: El “yo” que hay que atender en nuestros razonamientos morales y nuestra valoración política no puede ser el que sirve de fundamento de certeza a la tecnociencia. Es otro “yo”.

Cuando la Princesa Isabel de Bohemia se pregunta cómo puede ser feliz o virtuosa un alma cartesiana trágicamente desprendida de su cuerpo y todo compromiso comunitario, el filósofo le responde aclarándole que los fenómenos relativos a la racionalidad práctica dependen de una noción de identidad individual que es característicamente distinta del “yo” desencarnado de las Meditaciones. Esto ocurre en la Carta del 4 de agosto de 1645, y se reitera en la fechada el 15 de setiembre. En los textos metafísicos, como la parte cuarta del Discurso o las Meditaciones, se trata de demostrar que el cuerpo y el alma del hombre son lógicamente distintos, argumenta el filósofo. Cada una de estas ideas es innata, dice el filósofo, en el sentido de que son dos nociones primitivas cada una de las cuales obedece a lo que llamaríamos nosotros, poswittgensteinianamente, una “gramática” diferente
[23]. Pero, agrega Descartes, también tenemos como noción primitiva la unión del alma y el cuerpo, de tal modo que hay ciertas ideas que sólo podemos explicar asumiendo que el cuerpo y el alma no se distinguen, sino que interactúan armoniosamente y son una sola cosa, esto es, la noción de que el alma y el cuerpo son la misma cosa tiene una gramática propia y, en ese sentido, es una idea “innata”[24], esto es, no deducible de las anteriores. El punto que me interesa relevar aquí es que lo referente a la racionalidad práctica no sigue la lógica del “yo” fundativo de la tecnociencia, sino del “yo” que es lo mismo que su cuerpo. Este es el “yo” al que Descartes le atribuye la capacidad de deliberar, la pertenencia a una comunidad de tradición, el mérito de lograr bienes específicos en prácticas humanas mediadas culturalmente, como la amistad, la lealtad o el heroísmo, cual es el caso en las cartas a Isabel que he aludido, en particular la del 15 de setiembre. En consecuencia, es ese “yo”, finalmente, al que hay que remitir las ideas de reforma política, cambio social, revolución y afines. Aun si no contáramos hasta aquí con más datos sino los señalados, es evidente que parece improbable adjudicarle las características comúnmente atribuidas al yo cartesiano en su rol de “fundamento” de la racionalidad ilustrada. El camino parece dirigirnos, entonces, a disociar la concepción moderna de la racionalidad de la tecnociencia de la racionalidad práctica tal y como Descartes parece indicarnos que la pensó. Según parece, habrá de tener su anclaje en algo más parecido a lo que Sandel o Taylor defienden que a lo que ellos combaten.

Política en el Sacro Imperio
“Las guerras que no han terminado” -dice Descartes en la parte autobiográfica del Discurso del Método- lo llevaron en 1619 al Sacro Imperio Romano Germánico, “país al que había sido atraído por el deseo de conocerlas”. Se alistaría ese invierno al servicio del Archiduque Maximiliano de Baviera, líder de la Liga católica. Acababa entonces de “haber asistido a la coronación del Emperador” Fernando, sucesor electo de Matías, ambos de la casa católica de Habsburgo. La conflagración estallaría poco después, con el alzamiento de los bohemios protestantes contra el Emperador
[25]. Y es en el comienzo de la Guerra de los Treinta Años que el autor del Discurso sitúa la narración más característica de lo que ahora consideramos habría de ser el proyecto moderno de racionalidad. La idea es introducida con dos metáforas de rechazo, una urbanística, otra política, referida a la constitución de los Estados y la imagen del legislador. A la última la llamaremos la metáfora del “legislador prudente”. En ambos casos se afirma que lo racional se vincula a reglas, y que la característica fundante de una regla fiable es que su legitimidad no sea el resultado de un ejercicio acordado por la intervención de varios.

Con el precedente anotado pasemos ahora a examinar la metáfora que nos interesa. De acuerdo a la segunda parte del Discurso los pueblos que tienen una constitución parecen haberla logrado por dos fuentes. Una de ellas es la coexistencia social, donde una serie de conflictos y disensiones han forjado un conjunto de leyes como remedio a los conflictos, estableciendo reglas para dirimirlos o evitarlos. Es claro el contexto que nos permite analogar la legitimidad de las leyes con la narratividad de curso de los conflictos mismos, lo que, dicho sea de pasada, es una forma bastante pesimista de referirse a cualquier modelo de hermenéutica política basado en la tradición. Aparentemente, de esta metáfora habría que concluir que la idea de tradición o la referencia de lo justo a una narrativa no es el tipo de fuente para hablar de lo político en términos de racionalidad. “Los pueblos que han evolucionado desde un estado semisalvaje”, dice Descartes, “han ido elaborando sus leyes en la medida en que se han visto obligados por los crímenes y disputas que entre ellos surgían”
[26]. El dictamen del resultado es semejante al del origen. Los pueblos que han tenido este camino para elaborar su constitución política no están “políticamente tan organizados”, agrega. La desgracia de estos pueblos parece consistir en que su “constitución” tiene su fundamento en el hecho social efectivo de las disensiones y los conflictos. Unos conflictos, debo agregar, muy parecidos a los llevaban en 1619 a Descartes de Holanda al Sacro Imperio. Pero a esta fuente para la constitución de un pueblo había que oponerle un modelo más afortunado, “el de aquellos que, desde el momento en que se han reunido, han observado la constitución realizada por algún prudente legislador”[27]. La metáfora del legislador prudente funciona por el énfasis de que las leyes son elaboradas por “uno solo” y que, por lo tanto, “están ordenadas a un mismo fin”. Desde el punto de vista textual, éste es el desarrollo del encabezado de la misma sección segunda, que “en ocasión de las guerras” “me percaté de que no existe tanta perfección en obras compuestas por muchos elementos y realizadas por muchos maestros como existe cuando han sido ejecutadas por uno solo”[28]. Ahora bien. La metáfora del legislador apunta a lo siguiente. Si la racionalidad de las leyes depende de que sean establecidas por “uno solo” es porque la racionalidad en general viene definida por reglas cuya característica fundamental es negativa. Las reglas son “racionales” si es como si dependieran de uno solo, esto es, si no pueden estar sujetas a desacuerdo alguno posible. No es difícil concluir de esto que, como ya hubiera hecho notar alguna vez Hayek[29], la racionalidad así definida -un evento propio del mundo moderno- se caracterizaría por excluir la disensión. El fruto deseable de este método, sin embargo, sería que el conflicto social, identificado con la disensión, se volvería imposible. Un mundo regido por el “pensamiento único” y, en nombre de la “verdad”, descartaría la disensión y la guerra civil. La “verdad” política, el patrimonio de “uno solo”. Hasta aquí, para el lector poco avieso, Descartes no terminaría siendo otra cosa que un decisionista[30].

No se puede negar que lo anterior admite la interpretación de que “las guerras” aludidas no se hubieran producido si el Sacro Imperio hubiera sido uno de los afortunados pueblos cuya constitución hubiese tenido un solo legislador. Pero para quien ya vea en esto una anticipación racionalista del “pensamiento único”, habrá que recordar que el legislador prudente se parece en el contexto más al Emperador Fernando II que, digamos, al ilegítimo Rey protestante de Bohemia, su rival en la Guerra de los Treinta Años. ¿No cuenta Descartes acaso haber asistido a la coronación del Emperador? ¿No se había alistado acaso por su causa, entre las tropas del Duque de Baviera?
[31] . Descartes, pues, en la guerra, había tomado partido por la tradición. Por desgracia, si seguimos la clásica dicotomía entre racionalidad moderna y horizonte hermenéutico tradicional[32] -que parece desprenderse de la metáfora de rechazo del legislador prudente- los textos de los que partimos parecen ayudarnos a concluir justamente en un sentido contrario al que nos interesa. Para sortear el impasse, habrá de remitirnos a la teoría famosa de las “verdades eternas” en Descartes, creadas de la nada por la voluntad inefable de Dios todopoderoso[33].

Para comenzar, retomemos al legislador prudente. De acuerdo a la metáfora la racionalidad de la política consistiría en algo así como en la decisión de un legislador. Lo “racional” parecería descansar así en la voluntad del decididor, cuyo “fin” habría de reservarse en su real pecho, más o menos como Dios lo hace con los suyos en el entramado teológico que presenta la noción de verdad en la filosofía cartesiana y que, en realidad, juega un rol en su concepción de la racionalidad. Como ha notado Bernard Williams, este rol se ha descuidado bastante en las versiones modernas de la modernidad, que suelen postergar al Dios todopoderoso en beneficio de los relatos de autonomía para el sujeto
[34], a lo que agrego que se trata de un “aseo” narrativo que hace del fundador de la modernidad un predicador de la resignación. A este respecto, no debe escaparnos la articulación teológica de la metáfora política y la idea de la racionalidad como un conjunto de reglas indiscutibles que presenta el propio Discurso[35]. El modelo del prudente legislador está explícitamente asociado al de Dios como el creador de la verdadera religión[36], rol divino cuya densidad ontológica es un Otro inaccesible para el conocimiento. En el caso de las “verdades eternas” Dios resulta ser un decididor epistémico cuyas resoluciones son tan inefables como su voluntad[37]. Aplicado a lo político, sucede que el universo de lo público depende en su legitimidad de una voluntad privada, y es la privacidad de la voluntad del legislador la que realiza la dimensión consensual de la política que, en este sentido, se convierte en la im-posición de la “verdad”. La eventual arbitrariedad del decididor estaría salvada por el carácter indubitable de sus reglas, cuyo resultado sería, además, la paz, la consecuencia política de la certeza epistémica. Es un hecho textual innegable que esta interpretación de Descartes es la más holgada. Y es más. Como un gambito para llegar a donde deseo, voy a abundar en su favor.

En realidad, la metáfora del legislador prudente del Discurso del Método es una alusión más o menos obvia a una teoría teológica que Descartes había comenzado a desarrollar a principios de la década de 1630 y de la cual se conserva la correspondencia con el Padre Marin Mersenne. Se trata de la conocida teoría de las “verdades eternas”
[38]. Según esta teoría, la verdad es objeto de la creación divina, de acuerdo a lo cual la consistencia ontológica de lo verdadero se desplaza, desde el objeto de la verdad, a la voluntad creadora del mundo. Lo que interesa para el caso es que esta teoría, en su versión extrema, significa que, al menos potencialmente, Dios puede modificar la realidad de lo que esas verdades expresan, o incluso hacerlas diferentes de lo que son, cosa de la que se abstiene en función de su naturaleza inmutable. La consecuencia relevante es que se ha divorciado la esencia de la verdad de su dimensión ontológica[39]. Lo más evidente es comprender que esta concepción de la verdad fue diseñada para sustituir a la versión aristotélica de la experiencia de lo verdadero como adecuación al objeto, de tal modo de exiliarlo del entramado general de la verdad[40]. En mi opinión, de lo que se trata aquí es de descualificar lo Otro de la racionalidad en el universo epistémico y proyectar la consistencia ontológica de la certidumbre en una instancia cuyo ámbito de pertenencia se enraíza, no en la voluntad, sino en el carácter de Otro. Si tal fuera el caso, la dimensión ontológica de lo verdadero quedaría fuera del alcance de las reglas de la racionalidad, reduciéndose ésta al ámbito de la obediencia atenta a una voluntad ajena y desconocida[41]. Y es esto lo que nos remite de nuevo al “legislador prudente” de la metáfora del Discurso. La idea central de esta metáfora política consistiría en convertir la obediencia en el patrón de la racionalidad, con lo que la dimensión epistémica de la “verdad” quedaría sometida, ella misma, a la metáfora política, con la curiosa consecuencia de que el orden de la racionalidad práctica sería anterior en el orden de las justificaciones. Esto puede quedar confirmado justamente con un texto relativo a la cuestión de las “verdades eternas” en el que se afirma que Dios las ha creado del mismo modo en que un Rey ha establecido las leyes de su reino[42]. El sabio legislador es responsable de la verdad de lo político como decisión, a la par que a los súbditos les corresponde la obediencia de sus reglas en la confianza al Otro. No está demás decir que la confianza de los súbditos descansa en la voluntad del Rey que, a los efectos de la política, resulta tan incomprensible y obligatoria como la de Dios[43].

Hasta aquí nuestra apuesta parece reducirse a una definición de la racionalidad política que remataría en un argumento decisionista. Está demás decir que si la voluntad del soberano es análoga a la voluntad de Dios respecto de las “verdades eternas”, el disenso ha sido suprimido de la esencia de lo político. La contingencia, un rasgo propio del mundo de lo político, pasaría al rango de ser “políticamente incorrecta”. Pero la metáfora del legislador admite su reingreso por el mismo modelo argumentativo que aparentemente la ha excluido. Así como Dios es Otro respecto de la verdad, y es en ese sentido que la sustenta en su ser, hay un Otro de lo político al que hay que prestar obediencia a través de la ley. Pero el Otro no es el soberano pues éste, a diferencia de Dios, no “crea” lo político en su sustancia. Por el contrario, como vamos a ver, el Otro se revela a través del disenso, aquel del que la verdad de lo político toma su sustancia y que cobra, como una procesión de desacuerdos, la dimensión de horizonte de una tradición narrativa. En efecto. Para comenzar, el propio Discurso plantea la sugerencia de que los legisladores humanos no suelen ser tan confiables como Dios y que las excepciones, como la del legislador de Esparta, no están eximidas de expresar una realidad defectuosa e incompleta
[44]. Pero eso no es todo. Las siguientes dos páginas que suceden a la metáfora y que preceden a la descripción de la racionalidad en términos de un proceder de reglas epistémicas, consisten en un conjunto de advertencias de cómo no debe ser interpretada la sección que acabamos de reseñar.

En efecto. Descartes aborda a la mitad de la página 13 de su Discurso la relación entre racionalidad y tradición. En lugar de hacerlo directamente, se sirve de las metáforas arquitectónicas que preceden y que hasta aquí habíamos omitido. Dice Descartes: “Verdad es que jamás vemos que se derriben todas las casas de una villa con el único propósito de reconstruirlas; sí se conoce que muchas personas ordenan el derribo de sus casas para edificarlas de nuevo y también se sabe que en algunas ocasiones se ven obligadas a ello cuando sus viviendas amenazan ruina y cuando sus cimientos no son firmes”. Y concluye: “Por semejanza con esto me persuadía de que no sería razonable que alguien proyectase reformar un Estado, modificando todo desde sus cimientos, y abatiéndolo para reordenarlo”. La indicación es patente. Se trata de sugerir que es más razonable esperar que los Estados cambien con la contribución colectiva de los privados que por medio de un cambio propuesto por alguien que se atribuyese las cualidades del legislador prudente la propuesta de lo cual, además, se la toma más adelante por “una locura”
[45]. El expediente más simple sería desestimar el resto de las alusiones políticas de esta sección del Discurso y tomarlas por excusas circunstanciales[46], pero el hecho innegable es que éstas ocupan desde la página 14 hasta el primer párrafo de la 18, más o menos ¡la misma extensión que la dedicada a exponer las reglas del proceder racional! Y precedidas además, como vemos, por la palabra “locura”, con lo que eso significa en el lenguaje cartesiano[47]. No tenemos otra opción, entonces, que reconsiderar el alcance de la imagen del Descartes decisionista que hasta ahora hemos esbozado.

Hasta ahora tenemos que Descartes otorga un primado a la metáfora del legislador prudente como modelo de concepción de la racionalidad, de tal modo que se vincula con la teoría teológica de las verdades eternas. La idea central es que las verdades eternas ocupan en el universo epistémico lo que las leyes o la constitución en el político, y que la voluntad del monarca es equivalente a la voluntad inefable del Dios que las ha creado. La verdad de la episteme se refunde en la voluntad que las crea, de tal modo que adquiere su consistencia ontológica en la voluntad divina y pide del conocedor (el “sujeto”) una confianza que la tradición ha trastocado en términos de certeza, tal vez exagerando el propósito original de, simplemente, sustraer la idea de desacuerdo respecto del conocimiento. El asunto es que la verdad termina consistiendo en la confianza en “reglas”, en las cuatro reglas que están en el Discurso a partir de la página 18. La verdad política, a su vez, radica en la confianza en el poder político, que la tiene por fundamento. Pero con esta diferencia, que es fundamental. Mientras en la episteme se trata de circunscribir la verdad en términos de la necesidad de una voluntad inmutable y “eterna”, el titular de la voluntad creadora de las sociedades políticas lidia con la inconsistencia, la debilidad, la fragilidad ontológica de las comunidades, conserva intangible la realidad de los conflictos y disensiones propios de las asociaciones humanas y está en el apuro de darles solución de manera inexorablemente contingente, según se van presentando. Por ello dice Descartes, en referencia a los “pequeños asuntos públicos” (o sea, las disensiones y los conflictos), que están por definición en relación directa con las “imperfecciones” de los Estados. Hay un sentido en que las disensiones constituyen los Estados como un envío en la fragilidad, alojándolos en un horizonte ontológico fracturado por el reclamo y el disenso. Y la referencia, sin duda, con esto de las “imperfecciones”, no es a la constitución comunitaria como reconocimiento de una identidad contingente, sino al acontecer eventual de su procesión, de su conservarse y su cuidado en el tiempo, atestiguada “por la sola diversidad que entre ellos existe (y que) es suficiente para atestiguar que la tienen (la imperfección)”. Esto nos remite, de modo extremadamente curioso, al carácter factual de las comunidades políticas como prioritario en el orden de las razones. Esto significa que, para el orden de lo político, el horizonte de la racionalidad apelaría a un punto de partida que no es diferente del de un neoaristotélico o un comunitarista
[48].

En efecto. Las comunidades no son “imperfectas” por estar mal gobernadas o por ser tan desdichadas de no haber contado con un “legislador prudente”, digamos, Marat o Robespierre. Lo son en realidad como el efecto de su propia imposición como destino, porque la “sola diversidad que existe entre ellas es suficiente” argumento respecto de su imperfección
[49]. Dicho en otros términos, la imperfección de la existencia comunitaria en el relato cartesiano, su fragilidad, su debilidad ontológica, es parte de la definición de lo político en cuanto tal, de tal modo que la identidad de una comunidad política es lo mismo que “imperfección”. En otras palabras. La “imperfección” de la política consiste en el carácter dado del ser de la comunidad como evento, lo que hace que sea inevitable adoptar su ser en términos de una sucesión de disensiones y conflictos, justamente en el primer modelo de constitución al que se aludió en la sección de la página 12, al que se remite la tradición comunitaria como el objeto de una metáfora de rechazo. Y es que la cuestión aquí está no en el carácter perentorio de la obediencia a las leyes, sino en la densidad ontológica de la dimensión política. La constitución debe tomarse como si fuera el resultado de la acción divina de un soberano perfecto, pero el ser de la acción misma se confunde con la tradición de la cual ésta adviene, y que es frágil y contingente. Considero que estamos aquí ante un elemento complementario del decisionismo. La debilidad ontológica de la tradición cumple en el horizonte de lo político el rol de la voluntad de Dios en la teoría de las verdades eternas. Mientras el carácter inmutable de una teología de la verdad basada en la definición de Dios permite el exilio del desacuerdo junto con una ontología del misterio divino, en política una ontología política basada en el carácter contingente e “imperfecto” de la tradición invade los fueros de la legalidad, otorgándole a la constitución un ser falible y transitorio[50]. Un Dios perfecto sostiene la teología de la episteme. Una comunidad conflictiva sostiene la racionalidad práctica.

Insistamos. El rol que Dios juega como refugio ontológico de la verdad más allá de la episteme lo tiene en el ámbito de la política la comunidad, del mismo modo que el rol de las “verdades eternas” como episteme lo cumple en la política la constitución explícita del Estado. Y si la comunidad se entiende como una sucesión de desacuerdos y ajustes de cuentas, entonces las “verdades eternas” de la política tienen su fuente en la contingencia del destino comunitario, que se transforma así en una tradición contingente que tiene incorporada en su presencia destinal todas las disensiones y los conflictos propios de una justificación narrativa. Debo agregar, sin embargo, que hay que añadir un matiz. Demandan, de la manera perentoria propia de la episteme moderna, tanto la confianza hacia el Estado como la obediencia a la ley. Y es que, la argumentación así tomada, significa al menos una cosa: la racionalidad de la política es ajena a la labor constitucional. Ningún súbdito puede hacer el lugar de un legislador. Ningún súbdito puede imaginar o crear una constitución. No hay, pues, aquí, sitio alguno para la idea de “revolución”. Sucede con la fuente de la existencia política o la “constitución”, dice Descartes, “lo mismo que con los caminos reales; serpean entre las montañas y poco a poco llegan a ser tan lisos y a ser tan cómodos a fuerza de ser utilizados que es mucho mejor transitar por ellos que intentar seguir el camino recto, escalando rocas y descendiendo hasta los precipicios”
[51]. Los philosophes, pues, pueden pensar lo que quieran, pero no tienen aquí trabajo. Si alguien puede hacer leyes, éste puede ser sólo y únicamente el Rey, en la medida, claro está, en que sea el depositario de la tradición, que hablará a través de él desde la analogía del incalculable abismo del ser divino.

El relato para alegar en favor de la racionalidad moderna que está en la segunda parte del Discurso no comienza en el invierno holandés de 1619. En realidad comienza más bien en el verano, en que Descartes resolvió asistir a la coronación del Emperador. El invierno siguiente nuestro filósofo estaba en condición de voluntario en las reaccionarias tropas del Duque Maximiliano de Baviera, en una estufa, pensando en los secretos del mundo, tal vez apelando al venturoso auspicio de la Virgen María
[52].

Nostalgia en el invierno
Nosotros, luego de Wittgenstein, luego de la hermenéutica, luego del rescate de la phrónesis y la tradición a fines del siglo pasado, estamos en la tarea de comprender la tradición como uno de los posibles senderos para recuperarnos de la desviada narrativa de identidad cuyo núcleo es la revolución
[53]. Quizá para esto se requiera también recuperar la obsesión moderna por seguir reglas y obedecerlas en las instituciones. Pero para ello habría que hacer de estas reglas algo menos parecido a una “verdad” perentoria y algo más semejante a un monumento vattimiano, algo que entumezca de respeto, que reclame el cuidado como herencia pero, sobre todo, como deuda[54]. La verdad debe pasar de ser una certidumbre política inatacable a ser una relación de compromiso con el destino, que es inatacable porque no nos corresponde. En lugar de un conjunto de normas y leyes, que es lo propio de la racionalidad política moderna, la atención a un silencio atento al fondo contingente del que surgen nuestras urgencias, exigiendo su ser, así, sin violencia alguna, con el derecho inconmensurable de lo incomprensiblemente nuestro, porque perdido en lo hondo de nuestros relatos. Diverso es, pues, esto, de la actitud revolucionaria. De la actitud de quien, cual fue el caso de los philosophes de 1793, por ejemplo, y sienta que hay argumentos que nos envían desde un punto de vista externo al destino para “crear” el destino[55].

A este último respecto, habría que recordar que Descartes trata de modo expreso del tipo moral del político revolucionario de una manera que es filosóficamente más compleja de la forma en que lo hace en la sección del Discurso que hemos tratado aquí y que envía, de manera más sistemática, a la idea de tradición. Lo hace en una carta para la Princesa Isabel cuyo objeto es tratar los criterios para reconocer la conducta virtuosa con respecto a la naturaleza de los bienes, tema en el que recurre la interlocutora insistentemente ante las claudicaciones aparentes del filósofo frente al carácter contingente de la condición humana
[56]. Lo que interesa anotar aquí es cómo la carta se remite, entre otras condiciones, al reconocimiento de la fragilidad de las decisiones, al carácter débil de las certidumbres morales y, por ende, a su inevitable reclusión ontológica en la tradición. Quienes no son capaces de reconocer este carácter en la conducta humana (escribe Descartes) “caen en una presunción impertinente, y pretenden que Dios los considera miembros de su Consejo para compartir con El el gobierno del mundo”. Esto es, sin duda, la raíz moral de la violencia política, “es la razón de infinitas preocupaciones vanas y conflictos”[57]. El reconocimiento de la contingencia ontológica de la decisión política humana, en cambio, conduce a una actitud misericordiosa con la tradición[58], que se eleva en la escucha a los honores de Pallas, cuya actitud misma constituye un monumento a la verdad en su acontecer eventual. La racionalidad práctica está, en ese sentido, bajo la analogía de un envío providencial que es un corolario de las “verdades eternas”, elevada monumentalmente como el cuidado inexcusable de la tradición.

¿Cuál es aquí el mensaje de Descartes? ¿Qué clase de filosofía política podríamos adjudicarle? Sin duda podemos confirmar la sugerencia inicial recogida de Stephen Toulmin de que hay una relación entre la filosofía de Descartes y la Guerra de los Treinta Años. Pero, por desgracia, no es bajo el modelo apuntado por el propio Descartes en la parte VI del Discurso o la introducción de los Principios, sino en una agenda escondida, en efecto, que hace de Descartes no un filósofo, sino un teólogo de la tradición, que hace de la fragilidad de las tradiciones comunitarias humanas un depósito irrenunciable de visión de destino y en el cual, tal vez ya en una Cosmópolis parecida a la de Toulmin, Descartes suspiraría por aquel invierno en que, ignorando que el destino lo interpretaría infielmente, su memoria honraría nostálgica la remota coronación del Emperador.

(*) Víctor Samuel Rivera se graduó en la Pontificia Universidad Católica del Perú donde hizo también sus primeros estudios de posgrado; continuó en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992 y pertenece a la Comisión internacional de Conceptos políticos "Laboratorio conceptual 1750-1850". Ha escrito "Antenor Orrego: Dos ensayos de hermenéutica política" (Lima: IPPCIAL, 2005, 125 pp.) y "Demencia de la modernidad" (Lima: IPPCIAL, 2005, 120 pp.). Es especialista en hermenéutica política, con fuerte influencia de los filósofos Gianni Vattimo y Martin Heidegger. En el año 2000 publicó "Cosmopolitas y soberanistas" (Lima: ICP, 250 pp.), una compilación de prensa comentada acerca de la guerra de Yugoslavia de ese año, con Ricardo Vásquez Kunze.

[1] TOULMIN, Stephen; Cosmópolis, el trasfondo de la modernidad. Barcelona: Península, 2001 (1990).
[2] Principes de la philosophie, Lettre de l’auteur a celui qui a traduit le livre, laquelle peut ici servir de Préface. Cito de acuerdo a la edición de obras completas de ADAM, Charles, y TANNERY, Paul. Paris: Vrin, 1996. Cfr. AT IX-2, p.18 l. 9-16. En éste como en los demás casos de traducción donde no se lo señale, la traducción es mía.
[3] Cfr. Mi Rehabilitación del mundo clásico. En: Yachay, (Revista de la Universidad Católica de Bolivia San Pablo). Cochabamba, 2000, # 17, pp. 31-64.
[4] “Se debe estudiar la lógica. No la de la Escuela, porque ésta no es con propiedad más que una dialéctica... sino la que enseña a conducir bien la propia razón para descubrir las verdades que uno ignora. Y, dado que depende del uso, es bueno ejercitarla durante largo tiempo practicando...”. Cfr. Principes... AT IX-2, pp. 13-15.
[5] Distingamos el “primer François Lyotard”, el de La condición posmoderna y Le Différend, quien asociaba a través de la idea de Terror las contradicciones del republicanismo respecto de los metarrelatos, del segundo, a partir de La posmodernidad explicada a los niños que, luego de la polémica con Jürgen Habermas, claudica en una justificación del republicanismo ante el temor de ser considerado “neoconservador” (¿?). Cfr. La posmodernidad (explicada a los niños). Madrid: Gedisa, 2001 (1986), cap. 2.
[6] En este sentido, afirma Vattimo: “Es como pensamiento de la presencia perentoria del ser -como fundamento último frente al que sólo cabe el silencio y, quizá, la muestra de admiración- como la metafísica es pensamiento violento: el fundamento, si se da con evidencia incontrovertible... es como una autoridad que acalla y se impone sin dar explicaciones”. Cfr. VATTIMO, Gianni; Más allá de la interpretación. Barcelona: Paidós, 1995, p. 72. Respecto de la relación entre ideología científica y el terror político cfr. por ejemplo LYOTARD, Jean François; La condición posmoderna. Madrid: Cátedra, 1994, especialmente cap. 7 y 14.
[7] Cfr. el ensayo de filosofía política cartesiana en KENNINGTON, Richard; René Descartes. En: Leo Strauss y Joseph Cropsey (comp.); Historia de la filosofía política. México: FCE, 2001 (1963).
[8] Cfr. VILLORO, Luis; La idea del ente en la filosofía de Descartes. México: FCE, 1961, cap. 1.
[9] “Bacon promovió la paz civil y enseñó lo que podría llamarse una filosofía política provisional. No empleó el término “moral provisional”, después utilizado por Descartes, pero sí propugnó un mundo moral y político que ciertamente fue pensado para servir a los hombres hasta que llegaran a la isla utópica de la Nueva Atlántida”. WHITE, Howard; Francis Bacon. En: Leo Strauss y Joseph Cropsey, op. cit, p. 355.
[10] Cfr. el prefacio al Tratado de las Pasiones, AT IX, p. 320.
[11] Cfr. la secuencia de cartas de Descartes a Isabel del 21 de julio, 4 de agosto, 18 de agosto, 1 de setiembre y 15 de setiembre de 1645 (AT IV, pp. 251-253, 260-262, 271.278 y 290-296, respectivamente) , escritas a instancias de la Princesa, que solicita, no sin cierta imprudencia, que “para hacerse digna de su amistad se vea obligado a fundar una moral” en la Carta de Isabel a Descartes del 1 de agosto de 1644. Cfr. para el último texto DESCARTES, René; Correspondencia con Isabel de Bohemia y otros textos. Barcelona: Alba Editorial, 1999, p. 57. La traducción está adaptada.
[12] Cfr. AT VI p. 61 l. 6-19. La traducción es mía.
[13] “Deducirse” o “derivarse” son términos ampliamente utilizados por Descartes y que, por su resonancia en el contexto actual, parecieran remitir a una secuencia lógico deductiva. Como es bien sabido, en el francés de la época de Descartes esos términos o afines sólo significaban una relación narrativa de un orden de razones, generalmente del tipo de una explicación argumental o un alegato. Si hay una relación entre la racionalidad práctica y la epistémica, es que se “deduce” una de la otra en un sentido narrativo o justificatorio, no lógico o matemático. Cfr. CLARCKE, Desmond; La filosofía de la ciencia de Descartes. Madrid: Alianza Editorial, 1986, pp. 76 y ss.
[14] Cfr. Principes de la Philosophie AT IX-2 pp. 17 y ss, que es la sección que explica la metáfora de la ciencia como un árbol cuya raíz es la metafísica y uno de cuyos frutos es la moral. Allí se plantea la “moral definitiva” que es el fruto del desarrollo de la ciencia, frente a la moral “provisional” “mientras todavía no se sabe otra mejor”.
[15] Cfr. la respuesta de Descartes a la segunda carta que sirve de prólogo al Tratado de las Pasiones (aparentemente escrita por el libertino Picot), AT IX, p. 326.
[16] “Soy de la opinión de que todo hombre puede alcanzar el contento por sí mismo y sin esperar nada de otra procedencia, sólo con que se atenga a tres cosas, a las que se refieren las tres reglas morales que puse en el Discurso”. Carta a Isabel del 4 de agosto de 1645, AT IV p. 265 l. 6-11.
[17] Cfr. el artículo de GIUSTI, Miguel; Descartes o la prudencia del racionalismo. Compilado en Miguel Giusti; Alas y raíces. Lima: PUC, 2000, pp. 115 y ss.
[18] Cfr. AT VI p. 23 l. 11 y ss.
[19] Cfr. AT VI, p. 24 l. 8 y ss.
[20] Miguel Giusti comparte la peculiar sugerencia de que Descartes, al exponer un modelo phronético del comportamiento práctico, se colocaba a sí mismo como un usuario postradicional de la moral aristotélica. Creo que es más razonable pensar que se trataba de una observación de las insuficiencias de la racionalidad moderna o bien, cual es aquí nuestra línea de trabajo, del diagnóstico de un profeta posmoderno para nuestra anamnesis de Aristóteles. Cfr. GIUSTI, Miguel; op. cit. pp.125 y ss.
[21] Cfr. la correspondencia de la Princesa Isabel a Descartes desde agosto de 1644 y agosto de 1645. Es la insistencia de la Princesa en el problema, y su interés en ver su aplicación práctica en resolver sus problemas nerviosos, la causa a la que debe Descartes haber escrito su Tratado de las Pasiones.
[22] Cfr. SANDEL, Michael; Liberalism and the limits of Justice. Cambridge: Cambridge University Press, 1995 (1982), cap. I. TAYLOR, Charles; Atomism. En: Philosophical Papers. Nueva York: Cambridge University Press, t. 2. Para la genealogía del yo liberal como el “yo” epistémico de Descartes, TAYLOR, Charles; Sources of the Self. Harvard: Harvard University Press, cap. 8.
[23] Cfr. mi La gramática de seres humanos en Descartes. En: Areté (Lima), vol V, N 1-2, 1993, pp. 71-92.
[24] Cfr. la Carta a Isabel del 28 de junio de 1643, AT III, p. 693 l 19 y ss. En el mismo sentido, cfr. las Cuartas Respuestas, AT VII, pp. 228-229, Meditaciones... AT VII, p. 80.
[25] A los muchos relatos del episodio, recomiendo el de HOFFMAN, Abraham; Descartes. Madrid: Revista de Occidente, 1932, p. 32.
[26] A partir de aquí me serviré, con ciertas libertades de estilo, de la traducción de la edición francesa del Discurso de Guillermo Quintás Alonso, aunque, como es oportuno para un artículo académico, continuaré siempre las citas de acuerdo a la edición Adam y Tannery para las notas. Cfr. DESCARTES, René; Discurso del método, Dióptrica, Meteoros y Geometría. Prólogo, traducción y notas de Guillermo Quintás Alonso. Madrid: Alfaguara, 1981 (1637).
[27] Cfr. para las citas originales de Descartes AT VI, p. 12, l. 9-16.
[28] Cfr. AT VI, p. 11 l. 4-17. Una memoria privada de Descartes confirma la referencia, que es biográficamente genuina. Cfr. Cogitationes Privatae, AT X, p. 214, l. 1-3.
[29] Cfr. HAYEK, Friedrich; Individualismo: verdadero y falso. Buenos Aires: Centro de Estudios sobre la libertad, 1968, pp. 24 y ss.
[30] Cfr. COLOMBO, Ariel; Democracias sin fundamento. Buenos Aires: Trama editorial, 2001, pp. 12 y ss.
[31] Anoto. ¡Nunca cuenta, el muy artero, que el año anterior se había coligado con los calvinistas bajo el mando del Príncipe protestante Maurice de Nassau!
[32] Es inaceptable, por lo demás, admitir relatos de lo que es racional bajo la oposición entre racionalidad y tradición, cual es parte esencia de los entramados narrativos modernos. Cfr. mi Racionalidad sin Tradición. En: Estudios de Filosofía. Lima: PUC, 1997, pp. 1-6, también mi Relativismo, racionalidad y comunidad, un alegato. En: Revista Teológica Limense, #3, 1997, pp. 329-344.
[33] Una exposición sencilla puede encontrarse en CHEVALIER, Maurice; Descartes. Paris: Plon, 1957 (1932), pp. 310 y ss. Cfr. RODIS LEWIS, Geneviève; L’Oeuvre de Descartes, Paris: Vrin, 1971, t. I, pp. 125 y ss.
[34] Cfr. WILLIAMS, Bernard; Descartes, the proyect of pure inquiry. London: Penguin Books, 1986 (1978), pp. 162, también pp. 207 y ss.
[35] Cfr. Discurso, AT VI p. 12 l. 16-19.
[36] “Es igualmente cierto que el gobierno de la verdadera religión, cuyas leyes han sido dadas únicamente por Dios, está incomparablemente mejor regulado que cualquier otro”. Discurso, AT VI, p. 12.
[37] Cfr. SCHULZ, Walter; El Dios de la metafísica moderna. México: FCE, 1961 (1957), pp. 59 y ss.
[38] Esta teoría aparece por primera vez en las correspondencia con el Padre Mersenne, notablemente en la Carta a Mersenne del 15 de abril de 1630, AT I p. 145, tema que se prolonga en las cartas fechadas el 6 y el 27 de mayo del mismo año, AT I pp. 149-150, 152.
[39] Aparte de las cartas a Mersenne aludidas arriba, cfr. la Carta a Mesland del 2 de mayo de 1644, AT IV p. 118; Carta al Padre Arnauld del 29 de julio de 1648, AT V pp. 233-234; Cuartas Respuestas, AT VII pp. 431 y ss.
[40] Este es el diagnóstico de Jean-Luc Marion sobre la ontología cartesiana para las Reglas (1629) y que, en mi opinión, expresa la relación ontológica entre contingencia y racionalidad en el conjunto de la obra del filósofo. Cfr. MARION, Jean-Luc; Sur l’ontologie grise de Descartes. Paris: Vrin, 1993, especialmente los numerales 5 y 14.
[41] Este es el tratamiento que podemos obtener, respecto a la teoría de la creación de las verdades eternas, del texto de Marion sobre lao que él llama la “teología blanca” de Descartes. Cfr. MARION, Jean-Luc; Sur la théologie blanche de Descartes, analogie, création des vérités éternelles et fondement. Paris: Presses Universitaires de France, 1991 (1981), especialmente cap. 13, sobre la creación de las “verdades eternas”.
[42] “No tenga usted temor, Padre Mersenne, os lo ruego, de asegurar y de hacer público que es Dios quien ha establecido las leyes de la naturaleza como el Rey lo hace con las leyes de su Reino... Y como juzgamos incomprensible la grandeza de Dios y por eso la estimamos más, igual que un Rey tiene más majestad mientras menos familiar es para sus súbditos, siempre que no se les ocurra que no tienen un Rey”. Cfr. Carta a Mersenne del 15 de abril de 1630, AT I p. 145 l. 13 y ss. La traducción, adaptada, es mía.
[43] Cfr. ibid. p. 146 l. 4 y ss.
[44] “Pero, hablando solamente de los asuntos humanos, pienso que si Esparta fue en otro tiempo muy floreciente no se debió a la bondad de cada una de sus leyes, pues muchas eran verdaderamente extrañas y hasta contrarias a las buenas costumbres, sino a que fueron elaboradas por un solo hombre”. AT VI, p. 12.
[45] “Y si llegara a pensar que hubo la menor razón en este escrito por la que se me pudo suponer partidario de esta locura, estaría muy enojado porque hubiese sido publicado”. AT VI, p. 15 l. 1 y ss.
[46] Que es lo que, de un modo sorprendentemente apurado, hace Gilson en su comentario al Discurso en GILSON, Etienne: Descartes, Discours de la Méthode, texte et commentaire. Paris: Vrin, 1939, p. 174.
[47] Es interesante remitirse a los comentarios sobre los usos de “locura”, cuyo comentario aplica García-Hernández para explicar la idea de demencia como “descalificación” jurídica o ética en calidad de testigo fiable. Cfr. GARCIA-HERNANDEZ, Benjamín; Descartes y Plauto, la concepción dramática del sistema cartesiano. Madrid: Tecnos, 1997, pp. 26 y ss.
[48] Dice en sentido análogo Colombo: “Descartes preparó la teoría del decisionismo al establecer que en la praxis de la vida la virtud de la praxis científica es impracticable, debiéndose acudir a la moral tradicionalmente válida. La tradición no vale en virtud de sus razones sino en virtud de la evidente imposibilidad de prescindir de ella”. Cfr. op. cit. p. 12.
[49] Por si hubiera dudas, aquí el original francés: “Ces grands corps (politiques) sont tres malaisés a relever, étant abbatus... Puis, pour leurs imperfections, s’ils en ont, comme la seule diversité qui est entre eux suffit pour assurer que plusieurs en ont, l’usage les a sans doute fort adoucies”. AT VI, p. 14 l. 10-16.
[50] Afirma Colombo que: “Descartes nos libera de la coacción de tener que ser tan radicales en la praxis como en la teoría, y de tener que suponer que la tradición vale en virtud de su demostrada corrección y no por falta de alternativas reales y actuales”. En el mismo sentido dice de Hobbes que “le ofrece posibilidades a la conciencia disidente”. Cfr. COLOMBO; op. cit., p. 13.
[51] Cfr. Discurso, AT VI, p. 14.
[52] No puedo evitar citar el siguiente chiste de Voltaire, refiriéndose a la Guerra de los Treinta Años: “El jesuita Caussin había aconsejado a Luis XIII poner el reino bajo la protección de la Virgen... Cierto es que la Casa de Austria tenía también a María por protectora; de modo que sin las armas de los suecos y del Duque de Weimar, protestantes, la Santa Virgen hubiera permanecido, aparentemente, muy indecisa”. VOLTAIRE,; Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones. Buenos Aires: Hachette, 1959, p. 1030. Por suerte, Descartes llegó y se fue de la Guerra de los Treinta Años antes de la traición de Richelieu, así que es ajeno al problema.
[53] Añado así una posible vía de escape del duelo de la modernidad que no nos conmine a la aceptación resignada de sus ideas políticas, cual parece ser, por ejemplo, la propuesta de Albrecht Wellmer en su ya clásico de la resignación, Finales de partida: La modernidad irreconciliable. Madrid: Cátedra, 1993. Cfr. la problemática del contexto normativo del fin de la modernidad política en FERRARA, Alessandro; Autenticidad reflexiva, el proyecto de la modernidad después del giro lingüístico. Madrid: Visor, 2002, cap. II.
[54] Extraigo la noción de “deuda” de MacIntyre, en el contexto de su explicación de la fragilidad humana como parte de nuestra herencia ética y nuestro contexto de aprendizaje moral. Cfr. MACINTYRE, Alasdair; Animales racionales y dependientes, por qué los seres humanos necesitamos las virtudes. Barcelona: Paidós, 2001 (1999), cap. 9.
[55] Quienes defienden la Ilustración, como Javier Muguerza, dan por sentado que el fenómeno revolucionario es una cuestión cumplida, frente a la cual habría que actuar como eventuales narradores de su continuidad, sino como abogados de su vigencia. Estos descuidan, sin embargo, el hecho de fondo de que la ilustración y la revolución son como la teoría lo es a la práctica y que, por ende, desde el punto de vista reaccionario, todo síntoma de desvanecimiento de la ilustración es, más bien, un llamado para ponerle fin a la revolución. Creo que éste es todo el asunto. Si la posmodernidad puede ser interpretada como posilustración, entonces hay que preguntarse qué clase de concepción de la política nos toca. Mi opinión es que por lo menos tenemos ya una propuesta negativa: La no revolución. Cfr. MUGUERZA, Javier; Kant y el sueño de la razón. En: THIEBAUT, Carlos (comp.); La herencia ética de la ilustración. Barcelona: Crítica, 1991.
[56] Cfr. las cartas De Isabel a Descartes del 16 de agosto de 1645, otra escrita también en agosto y posterior a la anterior, de la que no se conserva la fecha exacta, así como la del Carta de Isabel a Descartes del 13 de setiembre de 1645, que precede a la respuesta de Descartes aquí incluida. Se encuentran ambas en la Correspondencia con Isabel de Bohemia y otras cartas, traducida por María Teresa Gallego, cuya versión es la que hemos utilizado aquí cuando no hemos hecho la traducción personalmente.
[57] Cfr. Carta a Isabel del 15 de setiembre de 1645, AT IV p. 292, l. 25-29: “...entrant en une présomption impertinente, on veut etre du conseil de Dieu, et prendre avec lui la charge de conduire le monde, ce qui cause une infinité de vaines inquiétudes et facheries”. La traducción es mía.
[58] En este sentido, considero que puede leerse el resto de la Carta a Isabel del 15 de setiembre de 1645 como una hermenéutica de los fines morales en tanto que éstos descansan en una práctica humana que es constitutivamente el proyecto de una tradición. Hay, dice Descartes en esta carta, que “tomar partido” por la fuente de los bienes que calificamos como morales, lo que implica un compromiso con la tradición como destino moral. Cfr. ibid., especialmente p. 295, l. 11-21.